Ella siguió cantando con los dedos,
buscando un tango más, sin despedidas
que nadie le creyó de tan absurdas,
y menos la ciudad, desprevenida.
Ella guardó prolija sus intentos
de ser lo que decía en su poesía,
doblado su disfraz de mina dura
con lágrimas en vez de naftalina.
Y esta vez sí
fue largo el piolín.
Lo hilaron los años,
lo desmadejaron
las manos de árbol
del barrio de infancia
que de madrugada
la quiso acunar.
Qué lluvia hizo lo suyo con la llama
de su cabeza ardiendo de paciencia.
De qué color de adiós se habrá apagado
su pelo de bandera nunca tregua.
La musa de su vida, Buenos Aires,
qué sorda se ha quedado sin sus letras,
Y ahora quién nos dice cómo es esto
de atarle un moño rojo a la conciencia.
Ella mareó la rosa de los vientos:
la flecha con la S apunta arriba,
clavada al corazón y a su ternura
se va a fundar un sol con su sonrisa.
Ella esperó sentada su momento.