El suburbio lloraba de pena,
murió la obrerita más linda y más buena.
Cien muchachos quisieron ser dueños
de aquellos ojazos de cielo y ensueño,
pero ella tan sólo quería
aquel muchachito que no volvería.
Imploraba su alma en pedazos:
¡Yo quiero morirme, morirme en sus brazos!
Con su traje de novia
la vistió su viejita,
como ella le pidiera
antes de partir...
Y los blancos azahares
en sus manos de cera,
era la primavera
que no pudo vivir.
En su almita cantaron dichosos
gorriones alegres del barrio querido,
hasta que un picaflor la sedujo,
cayó la pebeta cediendo al embrujo.
Pero pronto trabajo y amores
minaron su cuerpo, quemaron sus flores.
Y aquel mozo de amor despiadado,
sabiéndola enferma, se fue de su lado.