Se empilchaba despacio, casi lerdo,
y enfilaba silbando para afuera,
la milonga se abría en su recuerdo
y la pista era el lugar de su pasión tanguera.
Destacaba imponente su figura
entre pibes de arito y pelo atado,
las mujeres confiaban su cintura
a su abrazo seductor de bailarín trajeado.
Y él llega cada noche
con paso bien sensual,
se marca un dos por cuatro,
mirando de costado
y asoma de un pasado
sonriente y fraternal.
Le tiran las milongas
diqueras y canyengues
él sabe que aunque el mundo
haya cambiado tanto
le queda mucho tango
aún para bailar.
El final le llegó sin previo aviso,
con rutina cobarde y mano lenta,
se murió una mañana sin permiso,
recordando a una mujer y al Troilo del cuarenta.
Sin embargo la vida no hizo caso
a la muerte que todo lo desea,
los muchachos todavía le abren paso
y las pibas hacen pista, cuando él las cabecea.