Ha sonado la campana
anunciando la largada
y la inquieta caballada
galopa en su corazón.
La guita de la semana,
el pan de su hogar fulero,
todito lo juega entero
al pingo de su pasión.
Lo monta el yoky de moda,
chaquetilla oro y granate.
Cierra los ojos y el mate
la ve brillando de sol.
En el pelo de la grela
ve el oro de la suerte
y en sus labios a la muerte
sangrienta del metejón.
Los colores encurdelan,
olvidando a sus pebetes,
y en el fragor de los fletes
dominan el pelotón.
Ahí va adelante, en la recta,
cerca de la colorada;
cobrará la boleteada
con su pingo vencedor.
Pero ¡malhaya la suerte!
El pobre yoky ha rodado
y su sangre ha salpicado
el disco de la ilusión.
Después, por la avenida, los patos y palmeras,
en medio de un silencio que sigue a la emoción,
pisando van, contritos, programas de carreras,
mientras las hojas caen como una decepción.
Y frente de la dicha del barrio dominguero,
agacha de vergüenza el ala del sombrero,
llorando su desgracia, al ver a sus pebetes
que sufren hambre y frío por culpa de los fletes.
Y, con un pibe en alto, implora al Dios del pingo
los ocho ganadores para el otro domingo.