Con un montón de besos trasnochados
la espera en el barcito de la esquina
y mientras piensa cuánto y cuánto la quería
se van poblando de ternura los recuerdos.
La ve cruzar la calle y se pregunta:
¿Traerá su sombrerito mi María?
Y en una ráfaga de amor la está nombrando,
la está rondando con su piel de bandoneón.
Soy yo… yo soy Pichuco –le decía–
¡No ves mi cara gorda de gorrión!
Y se besaron con la luna entre los labios
en Pompeya, donde estaba el paredón.
Ya no es la Buenos Aires milagrosa,
hoy todo huele a frío de hormigón,
pero las sombras de Pichuco y de María
regresan siempre, cuando empuja el corazón.
Ya están bailando el tango del misterio,
ya saben cuánto duele despedirse,
tal vez el alma se les ponga media triste,
tal vez presientan el final de todo encuentro.
¿Qué mundo de trasmundo los espera?
¿Adónde irán los besos que se dieron?
Y allá se van, los dos tomados de la mano
tangueando al alba la canción que los unió.