Para siempre yo te dejo, mi querido Buenos Aires,
nunca más veré tus calles cuna mía de arrabal.
Sé muy bien que debo de irme y que debo conformarme,
pero antes de entregarme esto quiero confesar.
Yo no tengo más fortuna que el cariño de mi madre,
tres amigos de esos grandes, Melfi, Amilcar y José,
y el recuerdo de la noche, cuando al son de un organito,
con aires de compadrito mi primer tango bailé.
Que me velen las estrellas
en un patio de arrabal
y mi novia la bohemia,
se despida de mi anemia
dejando un beso lunar.
No es que quiera ni pretenda,
un favor pido nomás,
que los que sigan andando
siempre lo quieran al tango,
que no lo olviden jamás.
La noche que yo me vaya, que sólo vengan a verme
las humildes viejecitas con sus batas de percal,
los muchachos de Barracas, de San Telmo y de Pompeya,
y las pibas fabriqueras, virgencitas de arrabal.
Que se apaguen los letreros y los focos luminosos,
que acaricie a la cortada la luz débil de un farol.
Y en la marcha del cortejo, entre tangos y oraciones,
vayan cuatro bandoneones haciendo guardia de honor.