Arrímese al fogón, viejita, aquí a mi lado
y ensille un cimarrón para que dure largo;
atráquele esa astilla, que el fuego se ha apagado,
revuelva aquellas brasas y cebe bien amargo;
alcance esa guitarra de cuerdas empolvadas,
que tantas veces ella besó su diapasón,
y arránquele esa cinta, donde la desalmada
bordó, con sus engaños, mi gaucho corazón.
¿Usted lo recuerda, madrecita santa,
cómo la quería, cómo yo la amé?
¡Que he dado mi vida, mi daga y mi manta!...
Y, sin embargo, madre, la ingrata se fue...
Apague esa leña, que mi vista daña...
Los ojos me lloran... Yo no sé por qué...
Pues quiero olvidarla, ahogándome en caña,
y quiero estar cerca, cerquita de usted...
No llore, madrecita, no aumente más mi pena
y séquese esas lágrimas que me hacen tanto mal…
Y cébeme otro amargo... Y ponga yerba buena
que, mientras, yo a la caña le pongo otro bozal...
Después, cuando la noche envuelva los bañados
y se oiga, allá, a lo lejos, el toque de oración,
inclínese a la Virgen de los Desamparados
y a mi pobre guitarra colóquele un crespón...