La muchacha mendigaba por las calles
conduciendo lentamente a un ciego anciano,
y tomando la limosna que en su mano
les dejaba al oís su débil voz...
En su cara se notaba una tristeza,
un deseo de vivir que le impelía
y sumisa repetía y repetía:
“Una limosnita por amor de Dios”.
Cuando llegaba la noche
ese hombre, cruel, inhumano,
que no era ciego, ni anciano,
pero sí un simulador,
se convertía en amante
de esa criatura inocente
profanando irreverente
la castidad de su amor.
Pero un día, mientras iba mendigando,
en sus ojos otros ojos se miraron,
y en lugar de la limosna le entregaron
la sonrisa más alegre del amor.
Era otro hombre, y se amaron tiernamente,
hasta el día que resuelto ese buen hombre
ante Dios y hasta la Ley le dio su nombre
arrancándola, por fin, de su impudor.
Vengándose el falso ciego
con el buen hombre se encara
le echa vitriolo en la cara
y lo ciega al bienhechor.
Y hoy la pobre muchachita,
limosna sigue pidiendo
pero va alegre y sonriendo
porque pide por su amor.