Lustraba los botines, estaban las propinas, un peso nunca dos.
Dejábanle ganarse la vida más o menos
de lástima, decía, hipócrita, el patrón.
Lo cierto que el muchacho, mascota de la casa,
poeta y jorobado, llamaba la atención.
Al verlo en los umbrales, el trapo sobre el hombro,
"¡La Grande!" pregonaba a fuerza de pulmón.
Aumentaba la clientela,
se vendían las decenas sin cesar,
daba gusto aquel negocio,
cuya suerte residía en la giba del muchacho nada más.
Menudearon las propinas y el paciente jorobeta
se prestaba dócilmente y sin doblez
a que algún supersticioso le pasara por el lomo
aquel número elegido por la humana estupidez.
Los años transcurrieron, sin otras novedades; el dueño envejeció
con la sua signora, la bolsa bien repleta,
la proa verso a Nápoles un barco los llevó.
Las cosas del destino. El pobre jorobeta,
ante el asombro unánime y el lógico estupor
después de ahorrar juicioso moneda tras moneda,
al frente del negocio de dueño apareció.
La clientela interminable con sus sueños desfilaba sin cesar,
el muchacho ya era un hombre, un señor muy respetable,
como aquellos que se han hecho un capital.
La fortuna perseguía como sombra al jorobeta,
como esclavo ya jamás la abandonó.
Y el giboso se reía, se reía a carcajadas
al quitarse por las noches la joroba de algodón.